En épocas de crisis sociales, políticas y económicas como la actual, afloran por doquier innumerables analistas y críticos, “intelectuales” que conscientes o no, suministran el narcótico necesario a unos votantes que sintiéndose “críticos” siguen sosteniendo el sistema hegemónico vigente. Podríamos decir que cada sociedad política produce sus propios «críticos» y sus correspondientes críticas narcóticas.
Como hemos visto tras las elecciones generales en España, algunos de estos “críticos intelectuales” a través de la prensa escrita, la radio, la televisión u otros medios de comunicación, cumplen la función del sofista. Impostores que, en la mayoría de los casos, sirven soterradamente de manera directa o indirecta a los partidos políticos que gobiernan o pueden conquistar el poder en otro momento. Curiosamente, y en algunos casos, estos “intelectuales” se creen estar al margen de cualquier ideología o sistema de ideas, son demasiado “independientes”. Su individualismo interesado les permite no casarse con nadie y en el peor de los casos hacerlo porque reporta más rentabilidad económica.
“No me caso con nadie”, dicen muchos de estos artistas de la crítica social y política. Triste argumento, ya que buena parte de ellos escriben en los periódicos que más venden del país o transmiten sus grandes hallazgos a través de otros medios de comunicación de masas. Estos críticos citarán a algún autor de moda para hacer más creíbles sus argumentos o para sentirse situados en los límites de la gran crítica. Sin duda, se sienten satisfechos.
Por otro lado, el receptor de los mensajes (lector, radioyente, televidente), es decir, el ciudadano-votante, para estar a esa “altura intelectual” conversará con conocidos, amigos y no tan amigos, sobre los temas suministrados. Su pereza crítica se verá correspondida con el gusto “fabiano” de la tertulia agradable en bares, restaurantes, etc.
No nos olvidamos de otro tipo de críticos: los que critican a los críticos. Estos, sin duda, se sitúan en general al margen de los medios convencionales, siempre al acecho ante un nuevo suceso o noticia de índole social o política, nacional o internacional. No suelen estar en primera línea de batalla, pero eso no es óbice para que se crean estar más allá de toda crítica, incluso liberados de cualquier tipo de prejuicio o sistema ideológico. Incluso su actividad crítica puede resultarle más “pura” porque no cobra, ya que lo hace por amor al arte o por obra del «impulso revolucionario», en el mejor de los casos.
Sin duda, sería de hipócritas pensar que el que escribe estas líneas está absuelto de todo lo anteriormente escrito. Todos, más o menos críticos, caemos en la tentación de creernos demasiado críticos, cuando es la inercial contumacia la que nos lleva al conformismo y a la comodidad. Hay que ser incómodos, autocríticos, complicarse la vida y compromoterse de verdad con la realidad política y económica que nos ha tocado vivir. Lo que no hay que ser es «críticos de moda», aquellos que siguen la línea editorial «crítica» que impone el sistema y que, en definitiva, alimenta su propia recurrencia sin atacarla lo más mínimo en sus cimientos.
Las democracias homologadas del presente han conseguido inculcar en las personas que sólo se puede cambiar la situación actual a través del voto (el votante decide) cuando realmente todo es el resultado de un proceso aleatorio. Pero bueno, ya sabemos que el votante elige, pero también es “elegido”.
Ahora, esto se ve en España, donde la situación de crisis económica y política está afectando a todos los niveles, y donde las críticas radicales al sistema (España de las comunidades autónomas, nacionalismos separatistas con voz y voto en las instituciones políticas, partitocracias, crisis de la Unión Europea, etc.), brillan por su ausencia, haciéndose la mayoría de las veces desde las autoridades ideológicas de moda: el «democratismo» y el «europeísmo».
También se ve este «espíritu crítico» metafísico cuando se ataca el problema del capitalismo: o es la más noble de las verdades eternas, inamovible y perfectamente compatible con el fin de la historia, que sobrevuela por encima de los estados, un capitalismo sin fronteras que en el peor de los casos simplemente necesita unos pequeños arreglos, con una mayor o menor participación del Estado; o, por el contrario, es el principio del mal, postulado de una «crítica» anticapitalista maniquea con premisas vacías de contenido, en todo caso anarquista en los fundamentos, con frases manidas acerca de que el capital y el trabajador no tienen patria, o que las revoluciones en abstracto han de destruir los estados (siempre pensando desde la «comunidad universal», claro), sin contemplar la realidad que fue el comunismo soviético y sin dar cuenta de las transformaciones, revoluciones, guerras y variantes que en la historia ha habido de los capitalismos existentes y de los estados e imperios que los han sostenido y sostienen, siempre en continua lucha y algunas veces cooperando para repartirse el mercado. Parece mentira que el siglo XX lo tengamos tan cerca.
Recuperemos la verdadera crítica, radical, aquella que significa cribar, clasificar y también comprometerse, no huir de la realidad. No olvidemos que el conformismo, aun cuando lleve el disfraz de rigor, rebeldía o revolución, es una nueva forma de pesimismo, por no decir de nihilismo.
El tema merece un zafarrancho.
Muy pertinente. Hay que acabar con los hijos de Aranguren.