La independencia política de los países iberoamericanos en el siglo XIX marcó también el inicio de una gran dependencia de financiación externa. Una financiación que en aquel entonces procedía mayoritariamente de Inglaterra, Francia o Alemania, tomando el relevo Estados Unidos en los comienzos del siglo XX.
Actualmente, las continuas renegociaciones de la deuda externa iberoamericana, tanto pública como privada, fruto de la fuerza imperante del Club de Londres, del Club de París y del mismo Fondo Monetario Internacional, no son más que soluciones que postergan un grave problema de crisis estructural.
Las crisis económicas estructurales de los países iberamericanos son fruto, en parte, de una continua y persistente relación de intercambio desfavorable con los países industrializados, conllevan la exportación de recursos naturales y materias primas a bajos precios y la importación de capital físico productivo a unos precios relativos elevados, en el mejor de los casos. Sin duda, el lastre es aún más escandaloso cuando las divisas que se obtienen con las exportaciones son destinadas a pagar intereses y amortizaciones de capital prestado, recurriendo a nueva deuda para financiar las importaciones. Pero, aún más grave, es que en numerosas ocasiones la deuda externa no se orienta tampoco a inversión productiva, sino a financiar déficit presupuestarios gubernamentales atascados por una burocracia excesiva que malgasta el excedente económico con sueldos improductivos.
Los obstáculos a un desarrollo económico y social de Iberoamérica son varios: analfabetismo, pobreza, nuevos esclavos del salario, retraso tecnológico, burocracias corruptas, oligarquías empresariales, sistemas feudales de propiedad de la tierra y continuos “18 Brumario” de socialdemocracias variopintas y nepotistas, etc. La relación circular de todos estos factores, junto con la deuda externa, crea una dinámica viciosa de difícil solución.
La división y dispersión política de los países iberoamericanos y los antagonismos existentes entre muchos de ellos (Colombia y Venezuela, por ejemplo) beneficia, sin duda, al imperio realmente existente. Sólo una Confederación Socialista Iberoamericana, con la idea de Imperio por bandera, es capaz de hacer frente económico y político al imperio estadounidense y a otras potencias económicas, también China. El tamaño importa: un mercado iberoamericano, una moneda única, etc., son condición necesaria para comenzar un proyecto de largo alcance que asuma en el futuro un papel revolucionario imperial.
Quizás habría que plantear también las consecuencias de la crisis de la industria yanqui frente al auge de la europea y japonesa, el abandono del patrón-oro para compensar esa situación con la liberalización de la política monetaria, los capitales transnacionales, etc.