En esta tercera y última parte me dispongo a tratar uno de los conceptos sobre los que se basan los feminismos indefinidos: Patriarcado universal.
Esta teoría monista afirma vehementemente la existencia de una guerra de sexos desde el principio de los tiempos, en la que el ente colectivo masculino lleva ventaja sobre las oprimidas mujeres de la “humanidad”. Presupone un acuerdo ancestral implícito entre todos los varones, independientemente de su clase social, etnia, religión o Estado, para prolongar la subordinación femenina al ente colectivo masculino. La creatividad masculina llevaría a pensar nuevas formas para humillar y esclavizar a las mujeres según la época y el contexto socio-cultural, dando por sentado que las diferentes formas de subordinación de la mujer al hombre son rasgos coyunturales de una misma conspiración transversal a la historia para mantener esclavizado al ente colectivo femenino (aquí vemos como se utiliza el mito de la mujer universal como sustituto del proletariado universal). Sin embargo, esta explicación recitada como el evangelio entre las feministas indefinidas actuales, dentro de su simpleza paranoica, no ofrece respuestas certeras a las cuestiones fundamentales. ¿De dónde viene el patriarcado? Algunas historiadoras afirman que, durante la prehistoria, los hombres y mujeres vivían en un Edén de igualdad y armonía (el comunismo primitivo de Marx y Engels). Aquel paraíso llegó a su fin cuando, en el paso de la caza a la ganadería, el varón llegó a descubrir el gran secreto de la paternidad a partir del apareamiento animal y empezó a sentir los celos en sus carnes. Por ello, difundió el secreto a todos los hombres, dividiendo a la anteriormente feliz “humanidad” en los entes colectivos masculino y femenino, abriendo así una larga época de misoginia y esclavitud conocida como la Historia. Aunque la leyenda resulte literaria e inspiradora para las manifestantes del ocho de marzo, no deja de ser un mito oscurantista, sustituto de la dialéctica de clases y estados. La metafísica del patriarcado universal guarda silencio ante otras preguntas no menos importantes. ¿Por qué, dados los conflictos entre imperios y clases sociales (conjugadas estas con la dialéctica entre imperios) a lo largo de los tiempos, todos los hombres del mundo han sido capaces de mantener el acuerdo tácito y trascendental de oprimir a las mujeres? ¿Por qué, siendo en esencia un único patriarcado, este tiene distintas formas estructurales según la esfera cultural a la que pertenezca? ¿Bastan los celos o el odio para perpetuar durante milenios la “guerra de sexos”? ¿Cómo es que bastó menos de diez mil años para acabar con un hipotético Edén de más de un millón? Las excusas más vagas para responder estas cuestiones se basan en el tópico de la maldad y la bajeza moral masculina o el del poder de la gran manada de varones secretamente homosexuales. Cualquier torrente de palabras huecas es válido para enturbiar más la cuestión y acallar la más mínima pregunta incómoda. Si bien es cierto que en las sociedades preestatales de cazadores-recolectores las divisiones del trabajo entre los hombres y las mujeres no eran una cuestión de “machismo” y “feminismo”, y mucho menos un “protopatriarcado”, sino que obedecía a criterios funcionales ya que los hombres tenían mayor fuerza física destinada a la caza y las mujeres eran más válidas para proteger a las crías, cuidar los asentamientos provisionales y recolectar alimentos.
Haciendo honor a la veracidad, es preciso dejar un lado este mito enraizado principalmente en el feminismo radical, los pseudopolíticos y a su vez, en el feminismo aliciesco (aunque este llega a una conclusión opuesta a la del feminismo radical. El aliciesco afirma que, con la victoria del imperio estadounidense sobre el soviético y el triunfo de las democracias homologadas, la guerra de sexos ha llegado a su fin con el mercado pletórico y únicamente queda acabar con las restantes voces representantes del viejo poder viril. Por el contrario, el radical niega ese supuesto “fin de la Historia” e impone en la teoría la delirante dialéctica de sexos como herramienta de análisis erróneo de la sociedad). Al igual que la distribución de la propiedad, la discriminación y subordinación de un sexo sobre otro se determinan después de la creación de un Estado tras la apropiación de un territorio (“la vuelta del revés de Marx”, según el Materialismo Filosófico). Es decir, con la apropiación de un territorio por parte de un grupo humano sobre otros (con la unión de tribus, clanes, etc -sociedad preestatal-), se constituye un Estado y es dentro de ese Estado donde se establece la jerarquía entre grupos sociales y las discriminaciones específicas a las mujeres. Según la organización del Estado, se estructuran las diversas discriminaciones específicas. No existe un único patriarcado universal cuya esencia alimenta las discriminaciones específicas, sino distintas discriminaciones según los imperios (cuya dialéctica es el motor de la historia, conjugada con las clases que actúan en su interior) donde se desarrollen y cuyos restos son las plataformas continentales en las que se divide actualmente la “humanidad” (hispánica, anglosajona, islámica, eslava, asiática). Para ejemplificar esto, compararé dos imperios opuestos e históricamente enfrentados entre sí en sus momentos hegemónicos. Por un lado, el imperio español católico con los Austrias y el inglés protestante del siglo XIX. El primero se distingue principalmente del otro en su carácter de imperio generador (la metrópolis reproduce su estilo de vida y sus costumbres en la periferia y se responsabiliza de esta), diferente del imperio depredador anglosajón (la metrópolis emplea en su beneficio los recursos de las colonias, no se mezcla con la población colonizada y se desentiende de los problemas de la periferia).
Durante la época de hegemonía del imperio español, en el contexto de la escolástica (y su correspondiente teoría económica) y la Contrarreforma en respuesta al conflicto con el pujante luteranismo, la condición de las mujeres era la de hembras siempre bajo la custodia legal de un hombre de su familia o de un canónigo, en el caso de las monjas (aunque estas dentro del claustro disfrutaban de más libertades que las casadas, ya que estaban destinadas a fortalecer el culto y no a la reproducción). El cabeza de familia ejercía el control del patrimonio familiar y se encargaba de la educación de los niños varones a partir de los siete años (anteriormente, los hijos son criados y educados por la madre, que los instruía en los usos sociales e instigaba la fe en ellos). Por otra parte, las niñas permanecían bajo la tutela de la madre y no recibían instrucción alguna, salvo raras excepciones dentro de la nobleza y la alta burguesía (María de Zayas, escritora de Novelas amorosas y ejemplares, fue elogiada por Lope de Vega y su obra prohibida durante el siglo XVIII. En su principal obra, relataba historias de temática cortesana, similar al Decamerón y sus personajes femeninos mostraban actitudes abiertas en cuanto al asunto de la honra y el decoro.) junto a las monjas, que aprendían latín y hasta podían dedicarse a la actividad literaria (dos ejemplos de ellos lo encontramos en la famosa Santa Teresa de Jesús y en la menos conocida Sor Juana Inés de la Cruz. Esta monja mejicana escribía autos sacramentales, obras teatrales de costumbres en las que muestra planteamientos protofeministas y poesía religiosa). Cuando llegaban a edad casadera (la edad mínima eran los trece años, aunque la media de edad rondaba alrededor de los veinte), las hijas eran casadas por los padres en matrimonios concertados. Una vez casadas, las mujeres permanecían encerradas en casa excepto cuando acudían a la iglesia, donde solían hacer amistades con otras y charlar despreocupadamente. (Hay que aclarar que en la misma época las mujeres de los países que se adhirieron al protestantismo ni siquiera tenían ese espacio de reunión que era la iglesia, porque en ese caso era el padre o el marido quien transmitía la fe luterana en el hogar y, desde luego, que carecían de la opción del convento). Al pasar a vivir la mujer desposada en casa de su marido, este era muy celoso de la castidad de la mujer, al temer él la pérdida del honor mediante el adulterio y los hijos ilegítimos.
Aún con ello, la realidad de la época contrastaba con los valores de la honra y la castidad. La iglesia de la Contrarreforma trasmitía dogmas de abstinencia y subordinación femenina a través de tratados como La Perfecta Casada de Fray Luis de León, pero gran parte de la ocupación de los conventos se llevaba a cabo por muchachas enclaustradas por sus padres tras un embarazo no deseado o esposas descubiertas en su actividad adúltera. Es decir, desde una perspectiva emic (interna, la perteneciente a los sujetos del momento), se predicaba contra las relaciones fuera del matrimonio y la lascivia desde las instituciones eclesiásticas y en el teatro se repetía constantemente la temática de la honra. Sin embargo, desde un punto de vista etic (externo, el que tenemos objetivamente tras analizar la documentación de los hechos), las costumbres eran más relajadas. No eran inusuales los juegos de seducción realizados por galanes con doncellas y damas casadas, ni tampoco la figura de la celestina que facilitaba encuentros y enseñaba a las jóvenes a simular su virginidad perdida delante de su futuro esposo. A su vez, había innumerables casos de hijos ilegítimos de la nobleza con estamentos inferiores, la prostitución estaba regulada desde el reinado de Felipe II y aquella realidad bajo una superficie hipócrita era asumida como lo natural. La conjunción de esta situación con la baja natalidad, la alta mortalidad infantil y la descendente población masculina debido a las guerras y a la emigración a América con el fin de medrar socialmente, suponía un retroceso demográfico que afectaba negativamente a la eutaxia del Estado. Por esta razón, se promovía el matrimonio y se perseguía ideológicamente con tanto ímpetu el adulterio y las formas de vida contrarias al modelo de familia católica (padre cabeza de familia, madre, hijos y entre las clases más bajas, ancianos que convivían en la misma casa). Pese al halo de tiranía y oscurantismo que rodea comúnmente a la Inquisición como institución castradora y opresiva, su control de los usos sociales era más bien reducido en ese aspecto. Como es frecuente en los países antropológicamente católicos, la moral mayoritaria se movía entre la permisividad real (sobre todo cuando se trataba de la infidelidad masculina, cuya promiscuidad se consideraba un signo de “vitalidad”. No por ello se dejaba de consentir tácitamente la femenina, pero siempre se excusaba la masculina) y la condena pública. Con el sacramento de la confesión y el arrepentimiento, se perdonaban las faltas cometidas y ancha es Castilla.
Esto mismo se repetía en la América española, al reproducir sus tradiciones y estructuras la metrópolis en el continente. Dicha implantación del modelo católico español se facilitó con la evangelización de los indígenas, el mestizaje y la temprana presencia de mujeres españolas en la hispanización americana. Sin embargo, los dos últimos factores fueron imprescindibles para la reproducción de la cultura hispánica. La situación de las mujeres indígenas en la época precolombina variaba según si pertenecía a los imperios inca o azteca o a tribus aisladas organizadas en sociedades preestatales. En el caso de los imperios prehispánicos, ambos con una organización estamental, tributaria y fuertemente militarizada, la vida de las mujeres estaba dedicada al hogar y la maternidad. Se permitía en ellos la poligamia y el concubinato, mientras que el adulterio femenino se castigaba con la muerte. Además, dado que estas sociedades eran especialmente belicistas y sometían a las tribus de su entorno para esclavizarlas, las indígenas pertenecientes a estos grupos sometidos, servían como esclavas de las clases dominantes de las sociedades azteca e inca (una vez más, se puede apreciar que las contradicciones de clases y estados no se pueden separar de las discriminaciones específicas). Teniendo en cuenta esto, no es de extrañar que hubiera mujeres indígenas que ayudaron a los españoles durante la Conquista y abundaran los matrimonios de estas con españoles. Una vez establecido del todo el imperio español en América, estas uniones ya eran legítimas, habituales y dieron como fruto una población importante de mestizos, algunos de estos con cargos políticos dentro de los virreinatos (al hispanizarse América, los nobles llegados al Nuevo Mundo se desposaron con miembros de la nobleza autóctona a su vez, como forma de mantener la jerarquía social de la península). El mestizaje ayudó a la evangelización americana, ya que una vez las indígenas se convirtieran al catolicismo, criaban a sus familias dentro de la fe católica. Al mismo tiempo, se promovían medidas para aumentar la emigración femenina al nuevo mundo. Desde el siglo XVI, se permitía a las esposas de los españoles que estaban allí reunirse con sus esposos. Por otra parte, décadas después, se facilitaba que las solteras viajaran también a América para buscar marido y medrar socialmente. Con esta política, la monarquía católica buscaba la perpetuación española mediante los pilares básicos de la cultura hispana: el catolicismo y el modelo familiar. Si bien en 1540 el porcentaje de mujeres españolas no superaba el diez por ciento, esta aumentó paulatinamente y se estabilizó con la población masculina a principios del siglo XVII.
Una vez expuesta la situación de la mujer hispana en el imperio católico español, ahora me dispongo a tratar las discriminaciones específicas dentro del imperio inglés del siglo XIX y en concreto el periodo victoriano. En este periodo, Gran Bretaña destaca como potencia colonial y económica, al ser pionera en la Revolución Industrial. Con el afianzamiento del capitalismo, con su liberalismo clásico de “laissez faire, laissez passer”, la recientemente nacida derecha liberal se complace de disfrutar de los privilegios de su nueva totalidad sistática (es decir, la conjunción del sistema económico capitalista con el sistema político parlamentario con división de poderes) y se presume de haber derrotado política, económica y culturalmente al Antiguo Régimen. Se han roto ya las estructuras sociales anteriores con el fin de los gremios y las tierras comunales para pasar a la masiva proletarización de la población, obedeciendo a las exigencias de la industria. Con ello, las fábricas se convierten en los nuevos feudos donde el patrono exige los brazos y tributos de los obreros, independientemente de su edad o su sexo. A su vez, las élites plutócratas agnósticas protestantes se jactan de haber matado a Dios con la electricidad, Darwin y Nietzche. Sin embargo, ni la ciencia ni la Bolsa se oponen a conservar las discriminaciones específicas anglosajonas hacia las mujeres. Cuando ya las trabajadoras perdían la salud y la vida entre las paredes de las factorías textiles, la secularizada comunidad científica postulaba la incapacidad femenina para el trabajo, afirmando que cualquier tipo de actividad física o intelectual podría entrañar riesgo de muerte. Se juntaban así las tradicionales discriminaciones luteranas con las capitalistas (las trabajadoras recibían un salario menor por el mismo trabajo, podían ser despedidas a causa de sus embarazos, se les negaba puestos de importancia, empeñaban todas sus energías en el trabajo doméstico y el industrial al mismo tiempo y etc). Se justificaban los prejuicios luteranos con argumentos pseudocientíficos, al afirmar que la mujer carecía de todo deseo sexual, siendo este en la mujer una patología médica, y estaba condenada a ser mentalmente una eterna menor de edad debido a rasgos fisiológicos como la menstruación. Esta campaña secular misógina era una reacción ofensiva contra las reivindicaciones del primer feminismo, el feminismo liberal. Con el establecimiento del capitalismo como sistema económico, las mujeres burguesas reclamaban sus privilegios de clase dominante, que les eran negados por su sexo. Sin embargo, sus preocupaciones por adquirir los derechos políticos y jurídicos (patrimonio exclusivo de la burguesía hegemónica, además del control de la capa basal -los recursos y la esfera económica de una nación.-.Es decir, todo aquello que garantizaba su condición de ciudadanos frente a los trabajadores y toda la población excluida de los privilegios sociales.) no se extendían a las condiciones de vida ni a las injusticias que padecían las obreras británicas. Ni mucho menos, como pasaré a explicar a continuación, se extendían a la población femenina de las colonias inglesas. En este período se enfrentan a nivel académico esta derecha liberal puritana y su aún débil oponente que era el feminismo liberal (esta coyuntura es un ejemplo más de lo equivocado que está el dualismo tradicional de la izquierda singular contra la derecha singular. Del mismo modo que distintas generaciones de izquierda chocan entre sí, también lo hacen diferentes modulaciones y planteamientos de derecha. En este caso, la derecha liberal puritana y el feminismo liberal exigían que los derechos de ciudadanía y la propiedad se mantuvieran en las manos de unas élites restringidas. La diferencia entre ambos contendientes era que el feminismo liberal quería incluir dentro de la élite privilegiada y adueñada de la capa basal a las mujeres burguesas, cosa que negaba la derecha liberal del momento. Las feministas burguesas reclamaban sus privilegios de casta, criticaban la contradicción entre la ciudadanía que les correspondía por renta -siendo esta procedente del patrimonio familiar o de los bienes gananciales del matrimonio-, y por educación -aún con el acceso negado a los estudios universitarios, las mujeres burguesas no eran precisamente analfabetas. Se consideraba de buen gusto que las damas de sociedad supieran lo justo de francés, música, lectura, escritura y de protocolo. Precisamente los extensos manuales de etiqueta eran mayoritariamente escritos por mujeres para su estudio por parte de otras futuras señoras de alto estanding-).
Como mencioné anteriormente, el imperio anglosajón de la época victoriana se caracteriza como un imperio depredador debido a que no reproduce las estructuras sociales propias de la metrópolis en el territorio colonizado, estableciendo únicamente relaciones comerciales abusivas con la periferia. Tampoco se produce el mestizaje entre colonos y nativos, cosa debida en el caso británico a un racismo también convertido en “científico” y darwinista por gran parte de la previamente nombrada comunidad científica. Por este desprecio hacia las consideradas razas inferiores, los ingleses no se preocuparon por copiar el modelo anglosajón en la periferia del imperio. Veían las colonias como un lugar de paso y enriquecimiento fácil para luego regresar convertidos en aventureros, emprendedores o simples eruditos de lo exótico a los ojos impresionables de los tertulianos de los clubes de caballeros londinenses. Un ejemplo paradigmático de esto es el caso de La India, controlada económicamente por la Compañía Británica de las Indias Orientales desde finales del siglo XVIII y posteriormente convertida en colonia británica oficial en el siglo XIX. Pese a la presunción de humanitarismo y expansión de la “civilización occidental” de la que alardeaban los ingleses, en La India seguían imperando las tradiciones opresivas del Antiguo Régimen indio (el abominable sistema de castas, el cual margina a algunos grupos sociales por poseer un “alma inferior” y crea una jerarquía estamental basado en un irracionalismo atroz propio de las religiones secundarias -con los guerreros y sacerdotes como castas más cercanas al linaje divino y el campesinado junto a los artesanos actuando de mano de obra tributaria para las castas superiores-. En la actualidad continúa vigente entre la población hindú la creencia en el sistema de castas, por mucho que le pese a los pequeñoburgueses krausistas que regresan de La India alabando la felicidad natural del buen salvaje hambriento.) junto a la moderna explotación colonial. En este caso, la metrópolis anglosajona se limitaba a extraer las recursos indios como el algodón, para su posterior uso en la industria textil inglesa (además, por la imposición del monocultivo en contra del cultivo de subsistencia, se produjeron numerosas hambrunas en el territorio desde 1857, para mayor gloria de la Corona victoriana). De esta manera, los británicos no sintieron la necesidad de trasladar el modelo social anglosajón al nuevo territorio. El mestizaje era muy escaso y mal visto desde el racismo chovinista inglés y reflejado a su vez en los nativos. A su vez, no se llevó a cabo la evangelización de La India, conservándose con ello la hegemonía del hinduismo y una importante influencia del islam en ciertas regiones. En consecuencia, la segregación de la población era una política evidente y se consideraba un fenómeno necesario, o bien por el mantenimiento de la pureza de las razas superiores (darwinismo racista), o bien por el falso amor exótico y el instinto de protección que profesaban los “civilizados” por las culturas de los “salvajes” (la base del multiculturalismo, que está de moda en nuestros días, se basa en este racialismo protestante. Es curioso como se espolea y se promueve la segregación con el pretexto de la sacralización de las Culturas -en el sentido más abstracto del concepto, como variante o sustitutivo del mito de la Raza.- y de la necesidad de establecer barreras entre unas raíces y otras. Todo ello en nombre de la tolerancia universal, menos en el caso del mestizaje y de la crítica filosófica a ideologías aberrantes nacidas de estas culturas). Con las mujeres hindúes la política no era diferente. Por gracia de la segregación, ni gobernadores ni feministas liberales del mundo anglosajón se preocuparon por las discriminaciones específicas del hinduismo que padecían (y en determinadas partes de La India siguen padeciendo) las mujeres indias. Siguiendo el modelo de las sociedades tributarias, estamentales y que practican religiones politeístas, la mujer india permanecía recluida entre los muros del hogar y era propiedad del cabeza de familia. En la tradición hindú, del mismo modo que abogaba por la poligamia, se practicaba la quema de viudas en las piras funerarias de sus maridos, conocida esta práctica como sutti. A la mujer india, como sierva subordinada a la tutela del varón, se le negaba el raciocinio y la voluntad más allá del mandato de su esposo. Por lo cual, debía serle fiel hasta las últimas consecuencias, aún con la muerte de su marido. Para ello, se establecía el imperativo moral del suicidio para las viudas quemándose vivas (sin embargo, con las viudas pertenecientes a la aristocracia de castas este imperativo era visto como una sugerencia y para las viudas del mundo rural era una ejecución formal). Esto no impedía que, cuando el cabeza de familia contraía una deuda y no podía pagarle, se cancelaba la deuda entregándole al prestamista una de las mujeres de la familia, ya fuera una esposa o una hija. Los casos de asesinatos de niñas recién nacidas en el campo tampoco eran extraños, debido a las altas cifras de natalidad y a la creencia común de que las féminas eran más un estorbo que una ayuda dentro de las familias (un hijo significaba un par de brazos para el trabajo de la tierra, mientras que una hija significaba una dote y la preocupación de encontrarle un marido desde que cumplía los ocho años).
Sin embargo, no hay que caer en el maniqueísmo de considerar que los ejemplos de imperio generador (el imperio español católico) y depredador (el imperio anglosajón protestante) son en absoluto unipolares. Es decir, todo imperio generador tiene rasgos depredadores y todo imperio depredador tiene rasgos generadores. En el caso español, no se puede negar el establecimiento de relaciones comerciales y políticas abusivas (crímenes despóticos, todo tipo de abusos, sobrerrepresentación de diputados peninsulares en las Juntas y demás instituciones estatales, etc.). Por otra parte, como describe Carlos Marx en sus escritos sobre la dominación británica en La India, la introducción del capitalismo en La India por parte de los ingleses, supuso un progreso tecnológico y social que no habría podido producirse por sí mismo en la colonia asiática. Así pues, escribió Marx:
La intromisión inglesa, que colocó al hilador en Lancashire y al tejedor en Bengala, o que barrió tanto al hilador hindú como al tejedor hindú, disolvió [504] esas pequeñas comunidades semibárbaras y semicivilizadas, al hacer saltar su base económica, produciendo así la más grande, y, para decir la verdad, la única revolución social que jamás se ha visto en Asia.
Sin embargo, por muy lamentable que sea desde un punto de vista humano ver cómo se desorganizan y descomponen en sus unidades integrantes esas decenas de miles de organizaciones sociales laboriosas, patriarcales e inofensivas; por triste que sea verlas sumidas en un mar de dolor, contemplar cómo cada uno de sus miembros va perdiendo a la vez sus viejas formas de civilización y sus medios hereditarios de subsistencia, no debemos olvidar al mismo tiempo que esas idílicas comunidades rurales, por inofensivas que pareciesen, constituyeron siempre una sólida base para el despotismo oriental; que restringieron el intelecto humano a los límites más estrechos, convirtiéndolo en un instrumento sumiso de la superstición, sometiéndolo a la esclavitud de reglas tradicionales y privándolo de toda grandeza y de toda iniciativa histórica. No debemos olvidar el bárbaro egoísmo que, concentrado en un mísero pedazo de tierra, contemplaba tranquilamente la ruina de imperios enteros, la perpetración de crueldades indecibles, el aniquilamiento de la población de grandes ciudades, sin prestar a todo esto más atención que a los fenómenos de la naturaleza, y convirtiéndose a su vez en presa fácil para cualquier agresor que se dignase fijar en él su atención. No debemos olvidar que esa vida sin dignidad, estática y vegetativa, que esa forma pasiva de existencia despertaba, de otra parte y por oposición, unas fuerzas destructivas salvajes, ciegas y desenfrenadas que convirtieron incluso el asesinato en un rito religioso en el Indostán. No debemos olvidar que esas pequeñas comunidades estaban contaminadas por las diferencias de casta y por la esclavitud, que sometían al hombre a las circunstancias exteriores en lugar de hacerle soberano de dichas circunstancias, que convirtieron su estado social que se desarrollaba por sí solo en un destino natural e inmutable, creando así un culto embrutecedor a la naturaleza, cuya degradación salta a la vista en el hecho de que el hombre, el soberano de la naturaleza, cayese de rodillas, adorando al mono Hanumán y a la vaca Sabbala.
Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución (Artículo de The New York Daily Tribune, publicado en junio de 1853). Hasta ahora, las clases gobernantes de la Gran Bretaña sólo han estado interesadas en el progreso de la India de un modo accidental, transitorio y a título de excepción. La aristocracia quería conquistarla, la plutocracia saquearla, y la burguesía industrial ansiaba someterla con el bajo precio de sus mercancías. Pero ahora la situación ha cambiado. La burguesía industrial ha descubierto que sus intereses vitales reclaman la transformación de la India en un país productor, y que para ello es preciso ante todo proporcionarle medios de riego y vías de comunicación interior. Los industriales se proponen cubrir la India con una red de ferrocarriles. Y lo harán; con lo que se obtendrán resultados inapreciables. (…)Ya sé que la burguesía industrial inglesa trata de cubrir la India de vías férreas con el exclusivo objeto de abaratar el transporte del algodón y de otras materias primas necesarias para sus fábricas. Pero si introducís las máquinas en el sistema de locomoción de un país que posee hierro y carbón, ya no podréis impedir que ese país fabrique dichas máquinas. No podréis mantener una red de vías férreas en un país enorme, sin organizar en él todos los procesos industriales necesarios para satisfacer las exigencias inmediatas y corrientes del ferrocarril, lo cual implicará la introducción de la maquinaria en otras ramas de la industria que no estén directamente relacionadas con el transporte ferroviario. El sistema ferroviario se convertirá por tanto en la India en un verdadero precursor de la industria moderna. (…)La industria moderna, llevada a la India por los ferrocarriles, destruirá la división hereditaria del trabajo, base de las castas hindúes, ese principal obstáculo para el progreso y el poderío de la India.
Todo cuanto se vea obligada a hacer en la India la burguesía inglesa no emancipará a las masas populares ni mejorará sustancialmente su condición social, pues tanto lo uno como lo otro no sólo dependen del desarrollo de las fuerzas productivas, sino de su apropiación por el pueblo. Pero lo que sí no dejará de hacer la burguesía es sentar las premisas materiales necesarias para la realización de ambas empresas. ¿Acaso la burguesía ha hecho nunca algo más? ¿Cuándo ha realizado algún progreso sin arrastrar a individuos aislados y a pueblos enteros por la sangre y el lodo, la miseria y la degradación? (Artículo del New York Daily Tribune, 22 de julio de 1853).
Finalmente, para concluir esta tercera y última parte de esta serie de artículos, es preciso aclarar ciertas cuestiones importantes en cuanto al concepto del feminismo relacionado con la holización (http://elpulidordecristales.wordpress.com/2011/06/05/no-es-feminismo-todo-lo-que-reluce-respuesta-a-marina-luxemburgo/) y los criterios por los cuales se clasifican los feminismos como vinculados a las izquierdas o a la derecha. La holización se define, a grandes rasgos, como la homogenización de los ciudadanos de una nación política en derechos y deberes bajo las directrices de unos planes y programas políticos definidos frente al Estado (Estado-nación o Nación política). Esta se lleva a cabo en dos fases, una de disolución de las desigualdades y rasgos explotadores del régimen anterior y la consiguiente conformación del nuevo régimen a partir de las bases del anterior pero con los antiguos privilegios eliminados. La holización se extiende a todas las capas de poder de una nación (Capa basal –corresponde a la esfera económica, la propiedad y los recursos de un territorio-, capa conjuntiva –corresponde a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, las instituciones políticas- y capa cortical –corresponde a la diplomacia, la guerra y lo relacionado con la dialéctica de Estados-), cambiando las estructuras de las diferentes capas. El ejemplo más claro de esto es la revolución francesa de 1789, en la que la izquierda jacobina acabó con los residuos de la derecha absoluta en cada una de las capas (es harta reconocida la abolición de los estamentos como cambio principal y exclusivo de la capa conjuntiva, pero también introdujo reformas importantes en las otras dos capas. En la basal, los jacobinos impusieron el control de los precios de los artículos de necesidad y desamortizaron los bienes de la iglesia. Mientras, en la cortical, con las milicias nacionales, acabó con los exponentes del Antiguo Régimen en esta capa: los ejércitos mercenarios al servicio de la nobleza y la corona). La holización, por tanto, es uno de los rasgos definitorios de las izquierdas, pero no de manera aislada y abstracta. La holización que corresponde a las diferentes generaciones de la izquierda se lleva a cabo por fundamentos racionalistas y universalistas y no por verdades reveladas (los socialismos específicos de postulados religiosos –“Todos los hombres son iguales por la gracia de Dios”- debido a su base irracionalista, no se pueden considerar de izquierdas. Ejemplo: la teología de la liberación) o por particularismos (ya sean de clase, raza, etc…). Además, dicha holización, fuera del ámbito de las izquierdas, no se extiende a todas las capas de poder, conservando aspectos del Antiguo Régimen y en algunos casos, no se extiende a todos los ciudadanos. Y esta especie de holización se hace como respuesta a los ataques de las diferentes generaciones de izquierdas y sus planes y programas holizadores contra los restos del Antiguo Régimen. Los socialismos específicos de derecha (resultantes de una holización irracionalista y/o limitada) que ejemplifican esto son los producidos por una derecha socialista (además de los socialismos religiosos que mencioné anteriormente, también entran dentro de esta categoría socialismos específicos en los que el Estado socializa la capa basal, pero que mantiene vínculos con el Antiguo Régimen en las capas conjuntiva y cortical. Estos rasgos se ven en los regímenes de Primo de Rivera, Salazar, De Gaulle, Franco y etc), por una derecha no alineada nazi-fascista (donde, además de no extender la holización a todas las capas de poder, esta se limita a una determinada población que obedece a los criterios irracionalistas del Mito de la Raza –“socialismo sólo para arios”, predicado por Ernest Rhom-).
Relacionando los criterios de la holización de las izquierdas y la derecha con los diferentes feminismos, se puede discernir por qué existen feminismos de izquierdas y de derecha. Regresando a la clasificación que hago en las dos partes anteriores del artículo, entre la derecha encontramos los feminismos liberal (buscaba la igualdad de derechos entre los miembros de la burguesía, una holización limitada por criterios de clase), religioso (holización irracionalista, “hombres y mujeres iguales por la gracia de Dios/Alá”), nacionalsocialista (holización irracionalista y limitada por el Mito de la Raza) y el aliciesco (continúa la línea del feminismo liberal, pero con patrones irracionalistas). De estos cuatro, únicamente los dos primeros están vinculados a modulaciones de derecha alineada (la derecha liberal y la socialista respectivamente). Por otra parte, los feminismos de izquierdas se vinculan a las diferentes generaciones de izquierda definida (a excepción de la primera y la segunda –jacobina y liberal, que no incluyeron a las mujeres en los planes y programas políticos holizadores-, las restantes tienen sus respectivos feminismos –anarquista, socialdemócrata, comunista y maoísta-) y a las izquierdas indefinidas (el feminismo radical y la gran variedad de feminismos pseudopolíticos) debido a que plantean extender la holización a todos los ciudadanos de la nación y en claves racionalistas. Teniendo en cuenta estos parámetros, se pueden vislumbrar las líneas teóricas de un nuevo feminismo en conjunción con una séptima generación de izquierdas, ambos emparentados con las bases del materialismo filosófico y actuando principalmente en la plataforma hispánica. En consecuencia, este nuevo feminismo con herencias de las corrientes de origen marxista (en cuanto a los programas políticos contra las discriminaciones específicas capitalistas, es decir, socializando el cuidado de los hijos de la nación y haciendo efectiva las consignas de igualdad laboral entre los trabajadores –“igual salario por el mismo trabajo”-.) también haría frente a las discriminaciones específicas de la plataforma hispánica aún persistentes (los mitos de la dulzura y delicadeza naturales a la condición femenina, la doble moral católica, la exaltación de la promiscuidad como sinónimo de virilidad, etc). Todo ello con el fin, no de acabar con un inexistente patriarcado universal ni restaurar un imposible matriarcado de un mítico comunismo primitivo, sino de conformar naciones soberanas de ciudadanos libres e iguales en toda la Hispanidad que, configuren una potencia generadora y ejemplarista para el resto del mundo.
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