Por Dios, por la Patria y el Rey, una visión critica de la transición española, así lleva por título el libro publicado por Pablo Castellano en el año 2001 en la Editorial Temas de Hoy. De manera argumentada, el autor expone las grandes similitudes entre la restauración canovista de 1874 y el proceso de transición iniciado en España tras la muerte de Franco. La tesis sostenida durante todo el libro es clara: “Nos guste o no nos guste el actual panorama, a Franco le sucedió el previsto posfranquismo de la restauración monárquica, y éste se ha desarrollado, en esencia, con arreglo a la táctica y estrategia de los proyectistas franquistas y de los realizadores posfranquistas” (Pág. 11)
No vamos a realizar aquí un examen pormenorizado de todas las claves que aporta el libro. Para conocerlas, nada mejor que emplazar a la lectura completa de esta obra de Castellano. Lo que si nos gustaría es citar íntegramente unas páginas del capítulo quince –Teoría y Práctica- dedicado a la exploración y comparación de los textos constitucionales españoles. Los siguientes párrafos versan sobre el tratamiento que el franquismo concedía a los derechos socio-económicos y laborales, y su posterior constitucionalización en nuestra actual carta magna.
“Algunas de las conquistas económicas de la clase trabajadora alcanzadas durante la Segunda República, bien fuera por la presión de un grupo de la Falange, bien por la evidente influencia de un sector de la Iglesia que intentaba hacer realidad los postulados de su doctrina social, bien por la propia conveniencia del franquismo en no crearse más dificultades, todas ellas perfectamente digeribles por el empresariado en cualquier caso, fueron al menos respetadas durante la dictadura franquista. Desde la visión paternalista y concesiva, sin duda, pero consentidas.”
“A cambio de mantener, en contra del parecer de la mayoría del empresariado, lo que ahora llaman rigideces del mercado laboral, como el contrato indefinido, la estabilidad en el empleo, el despido indemnizado, la categorización de los puestos de trabajo, la obligación de construir viviendas para los empleados, la formación del aprendizaje, las becas para educación básica y primaria, el acceso a escuelas de formación profesional y universidades laborales, etc., se reprimía con dureza todo intento de libertad sindical. Se oficializaba la contratación colectiva en una farsa en la que los designados desde el poder político, como representantes laborales, obedecían a las mismas consignas. Se hacía retórica la duración máxima de la jornada de trabajo autorizando las horas extraordinarias, lo que de hecho la convertía en ilimitada. Sin embargo, a través de las horas extraordinarias se superaba el marco de una retribución mínima exigua. En definitiva, no se ponían demasiados obstáculos a la explotación económica, a la que servía la dominación política, pero se llevaba adelante una política laboral formalmente paternalista y tuitiva frente al exceso y al abuso. El sindicalismo oficial estaba necesitado también de una legitimación diaria. No bastaba su imposición: debía ser algo reivindicativo si no quería ser superado por ineficaz.”
“El lógico intento de constitucionalizar como auténticos derechos sociales muchas de esas situaciones, que eran en realidad mínimos, tropezó desde el principio de la restauración con el fundamentalismo liberal. En lo político se admitió casi todo lo que fuera compatible con las sabias normas de la economía libre de mercado, que también afectan a las relaciones laborales y al mercado de trabajo, que comenzó al fin a llamarse por su nombre. Los reformistas pensaban que ya era bastante el reconocimiento constitucional al derecho de libre sindicación, plasmado en el mismo apartado que el asociacionismo empresarial. En la Constitución se reconoce el derecho de huelga y de adopción de medidas de conflicto colectivo. No se quiere hablar del cierre patronal y se reconoce el derecho a la contratación colectiva.”
“Todo lo demás es admisible y deseable, pero no legalmente exigible a la luz de la libertad de comercio, de la economía de la libre empresa y de mercado, y si se reclama demasiada protección legal se incurre en el riesgo de que te consideran añorante y nostálgico del sistema autoritario e intervencionista del franquismo. Éste es el núcleo del discurso de la CEOE, sabiamente dirigido por el aparato burocrático que en su día les representaba en el sindicato vertical.”
“El derecho al trabajo, la libre elección de profesión y oficio, la promoción profesional, la remuneración suficiente para satisfacer las necesidades, y el que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo son reconocidos constitucionalmente y deben inspirar la legislación y la práctica judicial. De ahí a que estos derechos se encuentren eficazmente garantizados y tutelados hay la distancia que media entre la libertad y la imposición.”
“Las necesidades vitales se reconocen por los poderes públicos como sustanciales, pero han de ser atendidos por cada uno (se acabo el caritativo proteccionismo), con la remuneración obtenida, que a ser posible debe ser suficiente. Sin embargo, no forman parte de las concebibles como necesidades de especial protección pública las relacionadas con el libre desarrollo de la personalidad y de la dignidad humana, y en consecuencia no son fundamento ni del orden político ni de la paz social. Esta afirmación, que es coincidente en la mayoría de los comentaristas constitucionales y de la doctrina, es la más palpable confesión del reduccionista concepto que la Constitución tiene de la dignidad humana. Paleoliberalismo.” (Págs. 299-301).
Por su rabiosa actualidad, el texto es una reflexión bastante acertada para juzgar con más contundencia la última reforma laboral del gobierno del Partido Popular y la consiguiente Huelga General del 29 de marzo. A la luz de los argumentos esgrimidos por Castellano, podemos decir que la última reforma laboral no es más que otro paso –más radical si se quiere- en la paulatina liberalización proyectada y ejecutada en el posfranquismo coronado, por parte de los dos grandes bloques políticos del turno dinástico. Por eso, aún habiendo apoyado la jornada de Huelga General y las futuras movilizaciones para tratar de revertir la reforma laboral, tenemos que decir que el discurso de las principales centrales sindicales – CC.OO y UGT- que contrapone el Estado social de 1978 frente a la reforma laboral, es desacertado como poco. El núcleo mismo de esta y de todas las reformas laborales anteriores no hay que buscarlo en una trasgresión del Estado social y democrático de derecho. Precisamente la reforma es posible a partir de la preeminencia en materia socio-económica que los postulados liberales mantienen en nuestra Constitución. La libertad sindical de 1978 ha permitido a las grandes organizaciones de clase moverse en la legalidad y defender abiertamente los derechos de los trabajadores. Este hecho por si mismo es una gran victoria. Pero no hay que pasar por alto que la constitucionalización light no vinculante de esos derechos y conquistas que el régimen del setenta ocho instituyó conscientemente, es la mejor garantía para su paulatina demolición posterior.
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