Recientemente hemos asistido a una serie de escándalos de corrupción que han llegado a salpicar a la cúpula del partido al que pertenece el Gobierno y al mismo Gobierno. Por una parte, se ha pedido la dimisión del presidente y de sus ministros y el adelanto de las elecciones; y, por otra, la prensa extranjera ha llegado a hablar de crisis institucional.
Existe la convicción muy arraigada y difundida entre la opinión pública de que todo el régimen está corrupto: toda la clase política de todos los partidos importantes y en todos los niveles de la Administración. Estas convicciones se ven reforzadas por los continuos escándalos de corrupción que afectan a los partidos del régimen y que van siendo publicados en los medios de comunicación. Y entre los españoles se extiende una desafección cada vez mayor hacia el régimen y sus instituciones.
Pero lo curioso de este fenómeno es que la única clase de corrupción que parece afectar e indignar a las gentes, y que los medios de comunicación de un bando u otro utilizan como arma política, es la corrupción delictiva, esto es, la que está tipificada como delito en el código penal. Y decimos curioso porque la idea de corrupción es mucho más amplia y la tradición la ha aplicado también a otros muchos procesos como los biológicos. Los organismos vivos también se corrompen pero también las normas, las ideas, las ideologías, las instituciones. De manera que al hablar de corrupción se puede distinguir entre la corrupción delictiva y la no delictiva, pero que no por no serlo es menos dañina y escandalosa.
La corrupción ideológica
A escala política, de todos los tipos existentes de corrupción, nos interesa destacar lo que podríamos denominar corrupción ideológica; cuyo potencial para pervertir el sistema es mucho mayor que el de la corrupción delictiva, aunque no sea tan fácilmente denunciable y sobre la que existe una notable indiferencia general que la convierte en impune. De este modo, la corrupción ideológica afecta a los planes y programas de los grupos que ostentan el poder político, a la legislación sobre usos y costumbres muy delicados, como pueda ser el aborto, a la organización de la economía nacional o a la conservación, la eficiencia y la salud de las instituciones del régimen y, finalmente, al propio Estado y su soberanía, con lo que se compromete su misma supervivencia.
Dicha corrupción consiste en el ejercicio de ideologías totalmente carentes de rigor; en el uso arraigado de argumentos sofísticos y de la demagogia; en la presencia de todo tipo de vicios morales en la vida pública, en el bajísimo nivel de los debates, si es que se les puede llamar así, que acaban asemejando al mismo parlamento al patio de una escuela o a una verdulería (dicho sea con perdón de esos nobles lugares). Pero también a la tolerancia, en nombre de una idea de democracia también corrupta en sí misma (como si fuera sinónimo de lo bueno y aplicándose fuera de su campo estricto de aplicación política). La tolerancia, decimos, a actitudes abiertamente subversivas o rebeldes de caudillos regionales (que es en lo que se convierten al estar en rebeldía por mucho que se crean legitimados por las urnas) y que recurren a todo tipo de argucias y vicios como el chantaje, el cinismo, el victimismo, la falsificación histórica y la amenaza descarada para conseguir sus objetivos políticos, entre otras cosas.
En este sentido, la corrupción se acentúa cuando lo poderes del Estado que deberían castigar esas rebeldías tratan a sus agentes como interlocutores válidos o incluso con los honores de jefes de Estado extranjeros. Ese tipo de corrupción es muchísimo más corrosiva del necesario rigor de las ideas, de las buenas costumbres y la moral pública y de la conservación y el buen orden, esto es, la eutaxia, del Estado, de lo que puedan serlo los escándalos de corrupción delictiva.
Y, sin embargo, no es así. El que esto no sea así debería ser objeto de estudio y meditación. Aquí aventuramos una hipótesis esquemática:
El nivel político e ideológico de la población en general está tan corrompido como el de los grupos dirigentes. Así, es natural suponer que existe una retroalimentación entre ambos: los grupos que ostentan el poder corrompen ideológicamente a la sociedad, a los electores, con su mismo mal ejemplo y deliberadamente, propalando todo tipo de doctrinas oscurantistas entre la población a través de los aparatos ideológicos del Estado (los poderosos medios de comunicación, prensa, radio, televisión e internet o, más grave todavía, a través de los contenidos y programas de la enseñanza en las escuelas, los institutos, las universidades o las academias).
Seguidamente, la corrupción ideológica en la que está enfangada la sociedad impide que los electores tengan un mínimo criterio racional para discriminar las doctrinas, los programas o las políticas efectivas sanas de las corrompidas. Eso dota de una impunidad a todo tipo de sofistas y «demagogos», que de esa manera medran y ascienden a las altas instancias del Estado sujetos sin escrúpulos, ineptos y faltos de cualquier rigor. De este modo, una vez en el poder y para mantenerse en él a costa de todo y de todos, perpetúan ese estado de cosas.
Una de las consecuencias más lamentables es una falta absoluta del sentido de Estado entre los dirigentes y los electores y hasta una falta del más elemental sentido común. Cuanto más necias y dañinas sean las doctrinas y opiniones que se sostienen más éxito social se alcanza a tener. De manera que los pocos ciudadanos que todavía conservan el rigor y el sentido del Estado tienen que hacer de la defensa de sus ideas un acto de resistencia.
Sin embargo, esta corrupción, que también podríamos llamar corrosión y decadencia, no está tipificada como delito, ni en muchos casos puede estarlo, y no se lleva a los tribunales, con lo que no parece importarle a nadie.
Los escándalos de corrupción como arma política corrupta
El régimen democrático en las sociedades modernas de la comunicación y la información y de mercado pletórico de bienes y servicios, se ha convertido en el espacio de una gran asamblea pasiva, formada por los lectores de la prensa, los oyentes de la radio, sobre todo, la audiencia de la televisión y los noticieros y, en las últimas décadas, también de internet.
Este hecho dota de una gran inmediatez a la lucha política pero, también, la hace efímera porque muchas de esas informaciones duran tan solo varios días y luego pasan al olvido, aplastadas por un torrente de informaciones nuevas. Además, como no existen elementos de juicio ni tiempo para él, ni tampoco, por supuesto, criterio o rigor, ese espacio se convierte en el medio ideal para que prosperen todo tipo de infundios y calumnias.
Por ello, cualquier rumor o montaje se toma como prueba, y la prensa o la televisión se convierten en los auténticos tribunales. No importa que luego se inicie un proceso formal en las instancias judiciales, que suele ser lentísimo, y sin perjuicio de la sospecha sobre la salubridad del sistema judicial; el hecho es que el daño está hecho con solo destapar el escándalo.
Es decir, la maledicencia convertida en ley. Tampoco importa que las acusaciones sean falsas o verdaderas, que las pruebas sean aceptadas como tal o no en un juicio: el daño es el escándalo. Porque la población alberga fuertes sospechas o incluso convicciones y los escándalos las reafirman. Y porque muy probablemente lo que se denuncia sea verdad aun suponiendo que la denuncia concreta sea un infundio.
El resultado es que las bandas políticas corruptas, tanto delictiva como ideológicamente, utilizan como armamento en una guerra electoral continua, los escándalos para conmover e indignar a la población y difamar a los opositores. Al final acaban difamándose todos entre sí, porque todos tienen manchas que esconder y porque todos recurren a ese mismo armamento, para atacar y para contraatacar y para tomar represalias. Podríamos concluir que la miseria de esa guerra propagandística, la basura que revela o fabrica, la impunidad de acusadores o difamadores y de acusados o difamados; y el mismo hecho de que eso sea lo único que movilice a las masas, es una corrupción más en sí misma y grave. Que además enmascara a la verdadera corrupción, la ideológica, puesto que permite que grupos políticos sin escrúpulos y enemigos tenaces de la Nación y de Estado prosperen y consigan sus objetivos.
La ubicuidad de las corruptelas y sus raíces.
Un hecho significativo es que la sospecha de corrupción anule políticamente a los imputados de una forma fulminante, al menos para sus opositores políticos, porque los afectos al partido del imputado se empeñarán en seguir votándolo, para escándalo de todos. Y decimos que es significativo porque ese tipo de comportamientos está muy generalizado en la sociedad española, incluso entre muchos de los electores. No hay más que pensar que la economía sumergida representa según algunas estimaciones entre un 20 y un 25% del PIB.
Pero es que, además, la figura del pícaro, del espabilado, del listo que consigue sacarle al dinero al Estado con pequeños fraudes o que consigue lo que se propone con todo tipo de chanchullos, está muy extendida y hasta recibe aprobación general. En España es mejor ser un pillo o un sinvergüenza que hacer el primo. Resulta entonces chocante que indigne tanto la corrupción delictiva, y sobre todo, que sea ésa la única que indigne. Aquí podríamos pensar en la figura del mojigato o del beato que se escandaliza por cualquier obscenidad, a pesar de que su comportamiento privado no sea tampoco ejemplar. Recordamos la exclamación de una señora británica al saber de las teorías de Darwin: “Ay, será verdad que procedemos del mono, pero al menos que no se entere la servidumbre”.
La corrupción como síntoma de salud social
Se suele aceptar que cierto grado de corrupción pueda ser incluso beneficioso para un sistema en la medida en que sirve de lubricante a normas que de otro modo podrían resultar demasiado rígidas, o bien porque actúa como mecanismo informal de redistribución, pero que es una redistribución a fin de cuentas. E incluso puede estimular la economía.
Pero también ese tipo de corrupción delictiva parece muy propio de las sociedades católicas de los países mediterráneos latinos o de los del ámbito hispánico. Y eso se hace como una acusación beata desde los países capitalistas protestantes del norte que se sienten superiores y ejemplares frente a los vagos maleantes del sur. Pero esa corrupción delictiva es una consecuencia natural de unas sociedades, las católicas, que fueron las más romanizadas, y por eso permanecieron fieles a la iglesia de Roma, de unas sociedades, decimos, en las que las relaciones personales, en el foro, en la plaza pública, en la iglesia, son muy densas y son el eje de la vida social. De manera que las relaciones de solidaridad dentro de las familias, basadas en el parentesco o el cariño, o entre redes familiares o incluso en todo tipo de cofradías o círculos de amistad son muy intensas y gozan de una gran vitalidad y salud.
Pero esas relaciones tan humanas y tan civilizadas y de las que tanto nos enorgullecemos, porque reconocemos todo su valor, son a la vez un obstáculo para un Estado o una economía impecables y eficientes. Entonces si comprendemos eso nos daremos cuenta de que las supuestas virtudes de las que presumen los del norte, los de la llamada Europa, no son tan loables, porque la eficiencia de sus Estados y sus economías está basada en una pobreza de las relaciones humanas y en un predominio de la mentalidad de los hombres de negocios, los avaros y los usureros. Sin duda, eso les confiere una mayor potencia económica y política sobre nosotros, pero no una superioridad moral o civilizatoria, que es la que ellos alegan.
Con estos argumentos no queremos absolver ese tipo de corrupción ni justificarla, pero si entenderla, darle sus justas proporciones y sobre todo denunciar la anomalía de que sea considerada más grave que otros tipos de corrupciones más dañinos y signo de nuestra supuesta inferioridad frente a los depredadores extranjeros.
En este sentido, en Izquierda Hispánica pensamos que abrir procesos revolucionarios es de imperiosa necesidad, porque hay que luchar contra nuestro mal político: el europeísmo, la mayor corrupción ideológica del presente. Y en general, luchar contra nuestra incapacidad, nuestra cerrazón ideológica, de no ver nuestra salida política en y hacia la Hispanidad.
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