Lectura de los acontecimientos de Crimea

Crimea

Los resultados del domingo en el referéndum de secesión organizado en Crimea, no han sido una sorpresa para nadie. El sí a la unión con Rusia ha triunfado masivamente. Ahora le toca mover ficha a Putin. Las turbulencias en el este de Europa han provocado en las últimas semanas diversas reacciones, de pensadores, escritores y periodistas que tratan de escudriñar las consecuencias de esta complicada partida de ajedrez. Un ejemplo es el artículo de Natham Gardels “Por qué Putin quiere apoderarse de Crimea”, publicado por el diario El País la semana pasada. He aquí algunas de las ideas que plantea el autor.

  1. Convergencia de los modelos de crecimiento. Sin embargo,  la consecuencia no ha sido un mundo más plano o equilibrado, sino un resurgimiento de nuevas potencias que han reafirmado su identidad cultural (Rusia, Turquía, India y sobre todo China). En la globalización neoliberal nadie tiene las riendas absolutas del nuevo orden. 
  2. El nuevo nacionalismo de las potencias emergentes es una consecuencia de la humillación real o imaginaria infundida  por “Occidente”. 
  3. Tras el final de la Guerra Fría y la desintegración de la URSS, el presidente ruso trata de reconstruir el espacio de influencia de su país y reforzar su identidad cultural euroasiática. Recurre a pensadores  como Nikolai Berdiaev, Vladímir Soloviev e Iván Ilyin, pertenecientes a la corriente del renacimiento cultural ruso de principios del Siglo XX.
  4. Putin recoge el resentimiento anti-occidental de parte del pueblo ruso, resentimiento que han manifestado incluso dos personajes muy queridos en Occidente, como Solzhenitsyn y Gorbachov. El primero, a pesar de ser un declarado anticomunista, se horrorizó al advertir las consecuencias morales de la caída de la URSS. Según Solzhenitsyn  el occidentalismo consumista y las libertades ponían en peligro el alma rusa. Por su parte Gorbachov,  se quejaba de que Estados Unidos le había traicionado incumpliendo sus promesas en lo referente al nuevo equilibrio de poder, pactado tras el final de la Guerra Fría: restricción en la ampliación de la OTAN, orden multilateral etc. 

Lo que ya no comparto con el autor son sus recetas para hacer frente al resurgir nacionalista en el mundo. Un nuevo cosmopolitismo, que sin anular las identidades culturales de partida, las supere integrando a las personas en otras comunidades de intereses. Para defender su tesis Gardels  cita a la novelista turca Elif Shafak. 

En vez de limitarnos a la oposición binaria de la política identitaria, debemos hacer todo lo contrario, multiplicar nuestras adhesiones y afiliaciones”, escribe. “Yo soy de Estambul, y soy del Egeo, y de Oriente Próximo, y de Asia, y de los Balcanes, y de Europa oriental, y de Europa, y de ninguna parte y del mundo entero. Cuantas más definiciones tenga una persona, más probabilidades tiene de que su identidad se solape con la de otra. Las identidades coincidentes unen a la gente y reducen las tensiones, el odio y los nacionalismos. Es más difícil odiar a otro cuando pensamos que tenemos muchas cosas en común.

El problema, o más bien la contradicción en el argumento de Gardels, se encuentra en que la creación de nuevas identidades de pertenencia no es un proceso que surja por la buena voluntad de sujetos con deseos de paz y de armonía. Su creación va siempre acompañada de la construcción de entramados institucionales con vocación unificadora, lo que a su vez  provoca conflictos entre las identidades de partida que se pretende ensamblar. Precisamente la Unión Soviética o la Yugoslavia de Tito son dos ejemplos en los que se intentó crear una identidad dual integradora: la del nuevo hombre socialista o soviético, que cobijaba en su seno a múltiples realidades etno-culturales. El proceso fracasó tanto en la URSS como en Yugoslavia, aunque consiguió mantener ambos países unidos durante largas décadas impulsando innegables logros en diversas esferas. Pero podemos convenir que pacífico, lo que se dice pacífico, no fue en ninguno de los dos casos.  

 

 

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