Hacia la séptima generación de izquierda
Acerca del Bicentenario en México
Con motivo de la difícil situación que amenaza México, sitiado por la pobreza y el crimen organizado más cruel, algunos mexicanos han hecho suya una frase que ya se ha convertido en el mantra de moda: "No hay nada qué celebrar", dicen, a propósito del Bicentenario de la Independencia de México y los 100 años de la Revolución.
Entendemos que, ante el grave problema de inseguridad por el cual atraviesa el país, la inconformidad hacia la llamada “guerra contra el narcotráfico”, instrumentada por el presidente Felipe Calderón (y que ya se ha comentado en estas páginas), parece haberse propagado un recelo contra las ceremonias nacionalistas, como si éstas fueran caprichos que se agotaran en el mandato de una persona en particular y su período de gobierno de seis años; los burócratas cambian pero las ceremonias prevalecen. Hay que insistir en que esa crítica puntual contra Calderón, decimos, va acompañada en el psicologismo de las personas que señalamos de un desprecio por los símbolos nacionales, lo cual es incurrir en una contradicción enorme.
Porque, con todo y los mitos que la acompañan, las fiestas de la Independencia representan un factor de cohesión, sobre todo entre las clases populares, que son las que normalmente celebran esas fechas, al margen de la supuesta crisis de los grandes relatos que se dedican a vender los posmodernos.
A Calderón, un militante del PAN que no se ve representado en la parafernalia nacionalista (básicamente algo que ha fomentado el PRI, su adversario político), en realidad le vendría como caído del cielo (a él, que es católico) ese desprecio por las fiestas nacionales, porque no incluyen a los personajes más notables de su partido y su corriente de derecha neoliberal. Calderón quisiera celebrar, por ejemplo, el 2 de julio, porque en esa fecha, en el año 2000, Vicente Fox, del PAN, llegó a la presidencia para dar fin a la hegemonía del PRI, a la manera de un héroe con los pies de barro.
Las efemérides del PAN no tienen nada que ver con la tradición nacionalista al uso. Así que ese tipo de rebeliones, en las redes sociales más aburguesadas sobre todo, en el fondo lo favorecen: qué mejor para Calderón que ver minadas las instituciones que surgieron con la Revolución. Lo cual sitúa a quienes reaccionan negativamente ante las fiestas (“No tenemos nada qué celebrar”) ya no como críticos acérrimos del panismo vendepatrias, sino como sus aliados: qué mejor para contribuir a la desarticulación de un discurso nacionalista que el hecho de propagar infundios e ignorar la historia de México y España, su nación canónica.
Lo anterior no lo decimos en perjuicio de que, en efecto, habría que desmontar los mitos del Bicentenario. Empezar por decir, por ejemplo, que el inicio del proceso de Independencia puede ubicarse dos años antes, en 1808, cuando los integrantes del Ayuntamiento de México (con Francisco Primo de Verdad y Ramos como síndico del Común) concedieron la soberanía al pueblo y no al Rey; pero no lo hicieron de forma espontánea, sino como una respuesta ante lo ocurrido en la Junta Central, en España, con motivo de la ausencia de Fernando VII. O bien aclarar que el cura Miguel Hidalgo era un reivindicador del Antiguo Régimen.
Pero todo lo anterior no debe nublar el juicio de los hispanos (que no latinoamericanos), porque si algo hay que celebrar y fomentar no es el mito oscurantista, sino la construcción de la misma hispanidad, un conglomerado de más de 400 millones de personas que hablan la misma lengua y que ofrecen las condiciones para la formación de un Imperio generador socialista que haga frente a los retos del presente.
Que las celebraciones nacionalistas que las cúpulas del PAN, a su pesar, toleran (más por obligación que por conocimiento), sirvan como acicate para el conocimiento de la historia, que no la memoria individual y egoísta que fantasea con la caída de las fronteras y la disolución de las naciones políticas en etnias enamoradas de su particular y monstruoso espejismo.
¡Viva México con la hispanidad!