Hacia la séptima generación de izquierda
Acerca del rol de los intelectuales en las democracias homologadas (parte II y final)
El intelectual propaga infundios y declara su amor incondicional hacia los mitos. El escritor peruano Mario Vargas Llosa, por ejemplo (autor de un corpus de novelas admirable, hay que decirlo), es un defensor de variados fundamentalismos, siempre que se puede. En sus artículos periodísticos es común encontrarse loas al mercado, la democracia y la libertad, pero hechas a partir de una plataforma ideológica muy endeble, pero que se beneficia por su fama como escritor.
A propósito de su ideología hay que ver “Confesiones de un liberal”, artículo publicado en la revista Letras Libres, número 77, mayo de 2005. El texto es muy ilustrativo acerca de las creencias de Vargas Llosa y de lectura obligada para entender a muchos intelectuales del presente, por la posición de liderazgo que éste ocupa.
“Confesiones de un liberal” es un ensayo que Vargas Llosa leyó con motivo de la recepción del Premio Irving Kristol, que se entrega a “las personas que contribuyen a defender la democracia en el mundo”. Es decir, para recibir un premio de esta naturaleza basta hacer proselitismo a favor de la democracia, como si ésta fuera la forma de gobierno por excelencia. En las “confesiones” de Vargas Llosa es evidente que su opinión es esa. Los lectores mexicanos de Izquierda Hispánica tal vez recuerden que Vargas Llosa se ha dedicado a promover el voto por el Partido Acción Nacional, para apoyar a Vicente Fox, el presidente del “cambio” y la “transición democrática”, operación que se repitió antes de las elecciones presidenciales de 2006, cuando el escritor figuraba como invitado en la Feria del Libro de Guadalajara para hablar de Los miserables de Víctor Hugo y en cambio se dedicó a criticar a Andrés Manuel López Obrador y elogiar a Felipe Calderón, el actual mandatario. Vargas Llosa en funciones de intelectual orgánico.
Otro problema es la definición de la palabra “liberal”, que según el autor “quiere decir cosas diferentes y antagónicas”. Es decir, que el significado de la palabra se diluye en el relativismo, según Vargas Llosa. El colmo es cuando el novelista llega a decir lo siguiente:
“Como el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión laica y dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se pliega a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a plegarse a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y discrepancias profundas”.
Es decir, Vargas ni siquiera se da cuenta del componente nematológico que tiene su apología del liberalismo. No hay que avanzar mucho para descubrir cuáles son las causas que el autor defiende como propias de un liberal, o, mejor dicho, de la variedad de liberal a la cual él dice pertenecer:
“Respecto a la religión, por ejemplo, o a los matrimonios gay, o al aborto, y así, los liberales que, como yo, somos agnósticos, partidarios de separar a la iglesia del Estado, y defendemos la descriminalización del aborto y el matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario que nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas, porque no violentan los presupuestos básicos del liberalismo, que son la democracia política, la economía de mercado y la defensa del individuo frente al Estado”.
Como es bien sabido, la descriminalización del aborto y las uniones entre homosexuales (para algunos, como el autor en cuestión, “matrimonios”) y la legalización de las drogas (a propósito de lo cual Vargas Llosa se ha inclinado en otras ocasiones) son igualmente propuestos como la plataforma ideológica usual de la izquierda política, pero lo cierto es que esas cuestiones poco tienen que ver con las izquierdas y la derecha. En cambio, mucho tiene que ver lo que Vargas Llosa defiende con la viscosa ideología de la socialdemocracia actual, con todo y su panfilismo. Luego embate contra la economía y en cambio elogia la cultura, porque aquélla, “por sí sola”, no hace vivir a las personas “en un entorno impregnado de humanidad”, ante lo que habría que pensar que la economía política está a cargo de númenes. Al fundamentalismo liberal añádase el mito de la cultura, desde que el novelista define esta última como una “dimensión espiritual”, que vendría a contagiar de “calor” la frialdad de la economía.
La libertad es “el valor supremo” nos dice, mientras que sus fundamentos son “la propiedad privada y el Estado de Derecho”, como si éste no existiera en toda sociedad sujeta a leyes, goce o no de la simpatía de Vargas Llosa, como se ve en su desprecio por el gobierno de Hugo Chávez. Pero el liberalismo no se limita al mercado y la democracia:
“[…] es más, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto a los demás, y principalmente, a quien piensa distinto de nosotros, practica otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo. Aceptar esa coexistencia con el que es distinto ha sido el paso más extraordinario dado por los seres humanos en el camino de la civilización”.
Bajo esa óptica, el ciudadano español actual tendría que tolerar las instituciones del islam que son incompatibles con la sociedad española contemporánea, aunque desde el gobierno de Marruecos, por ejemplo, se hable de la “ocupación” de Ceuta y Melilla. La tolerancia, como dijo en una ocasión el filósofo español Tomás García López, a veces no es más que otro nombre para el miedo.
Ante semejante elogio de la ideología endeble no es de extrañar que el enemigo haya que buscarlo entre los marxistas y los comunistas, a quienes Vargas Llosa compara con los fascistas, los nazis y los integristas religiosos. De ahí al elogio de Margaret Thatcher sólo hay un paso (o unos párrafos), como se ve rápidamente en su texto. De ahí que Vargas Llosa por fin se atreva a hacer propuestas más concretas, más allá de conceptos abstractos como la libertad y la tolerancia, para apoyar la privatización de las pensiones, cuestión que deberían tener en cuenta sus lectores mexicanos, a quienes les ha tocado sufrir las Afores, nombre que reciben en México las instituciones mercantiles que se encargan de administrar (con una pericia no muy distinta del saqueo) el dinero de los trabajadores, acerca de lo cual abundan los testimonios de jubilados.
Entre otros detalles a tener en cuenta, Vargas Llosa habla de “América Latina”, como un imperialista francés (en lugar de reivindicar Hispanoamérica), con lo cual coincide, sin saberlo, con su odiado Hugo Chávez.
Hay que decir que entre tanto marasmo ideológico el narrador critica el nacionalismo étnico, el antinorteamericanismo y las manifestaciones a favor de la paz y en contra de la guerra de Irak. Pero esos destellos no se mantienen durante mucho tiempo, porque finalmente gana el delirio. En este sentido vale la pena citar con profusión los fragmentos finales:
“Soñemos, como hacen los novelistas: un mundo desembarazado de fanáticos, terroristas, dictadores; un mundo de culturas, razas, credos y tradiciones diferentes, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras hayan dejado de serlo y se hayan vuelto puentes, que los hombres y mujeres puedan cruzar y descruzar en pos de sus anhelos y sin más obstáculos que su soberana voluntad. Entonces, casi no será necesario hablar de libertad porque ésta será el aire que respiremos y porque todos seremos verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises, una cultura planetaria signada por el respeto a la ley ya los derechos humanos, se habrá hecho realidad”.
Sí, soñemos, mutilemos libros, anulemos fronteras, reduzcamos la ideología a una retórica psicologista y armonista.