Frente al fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña
Apenas ayer (28 de junio de 2010) conocimos la noticia tan largamente esperada de que el Tribunal Constitucional ya ha fallado una sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, al que hace algunos recortes pero dejándolo mayormente intacto. Inmediatamente hemos tenido ocasión también de escuchar las declaraciones de los principales actores políticos del contencioso.
La decisión del Tribunal, es a todas luces, decepcionante para los defensores de España, a pesar de alguna exigua y tímida concesión a la cordura y la legalidad estricta. Dados los resultados es lícito sospechar que el alto Tribunal se ha rendido a las presiones sediciosas de la clase política separatista catalana y sus secuaces de los medios de comunicación, sin excluir al gobierno de la Nación. Las declaraciones políticas tampoco pueden sorprender a nadie: La mezquindad de la vicepresidente primera del gobierno María Teresa Fermández de la Vega, manifestando su alegría por una clara derrota del PP, según su interpretación; las llamadas a la calma del PP y el agarrarse a un hierro ardiendo (refiriéndose a la declaración del Tribunal de que el término nación, que se permite siga en el preámbulo, carece de eficacia jurídica interpretativa); las declaraciones del presidente de la Generalidad de Cataluña José Montilla, celebrando que el 95% del Estatuto haya sido refrendado y hablando también de derrota del PP, acusándoles con un cinismo intolerable de lo mismo que ellos han estado haciendo descaradamente estos meses de atrás: agresiones y presiones al Tribunal; a la vez Montilla declara su indignación por los exiguos recortes al Estatuto y anuncia manifestaciones y protestas en contra; sin descontar que también anticipa que buscarán los mecanismos necesarios para desacatar los retoques del Tribunal.
Sin duda la resolución del Tribunal Constitucional expresa la actual correlación de fuerzas, con una oposición que tras la derrota electoral en las elecciones generales de 2008 (por escaso margen y pese a haber ganado cientos de miles de votos) viró su estrategia, deponiendo su actitud combativa frente a los procesos insurreccionales auspiciados por el gobierno de Zapatero. No hemos de olvidar a qué fuerzas políticas se deben los gobiernos de éste: Fue elegido secretario general del PSOE en las primarias de 2000 gracias al apoyo de la delegación catalana del PSC, dirigido por Pasqual Maragall (que ya manifestaba sus ambiciones de ir más allá de las conquistas nacionalistas de Jordi Pujol). Luego, la última victoria electoral del PSOE en 2008 se debe a los 25 diputados del PSC, crecido por el voto en contra de muchos nacionalistas opuestos a la política españolista de aquel entonces del PP de Rajoy. Un peso que el PSC no
dejó de reivindicar y que se manifestó en la concesión de una serie de carteras ministeriales clave para sus diputados. Hay que tener en cuenta que el PSC, que actúa como un partido independiente del PSOE, ha seguido en Cataluña desde que gobierna en la Generalidad, una política nacionalista aun más agresiva y sectaria que la de sus antecesores de CiU.
No puede parecernos menos que grotesco el júbilo con que los partidarios del Estatuto (gobierno español actual y gobierno catalán) han acogido el fallo, presentándolo como una derrota para el PP, como si fuera ese partido lo que importara. No podemos silenciar tampoco la connivencia y la ambigüedad de este último partido, que a la vez que recusaba cientos de artículos del estatuto catalán promovía en otras comunidades autónomas estatutos del mismo corte. Incluso en uno de sus feudos, la región valenciana, el presidente popular Francisco Camps pergeñaba una cláusula en el nuevo estatuto valenciano para poder reclamar cualquier ventaja autonómica alcanzada por cualquier otra comunidad.
Lo que se juega, hay que decirlo bien claro, no es el éxito o el fracaso electoral de un partido de dudosa condición nacional sino algo mucho más grave: la unidad política de España misma.
Durante estos años se ha criticado mucho, con razón, al Tribunal Constitucional por su tardanza, mientras el Estatuto sedicioso ya se aplicaba. No puede dejar de llamar la atención que se haya pronunciado en pleno mundial de fútbol, justo el día antes de que la selección española juegue octavos de final, y por tanto con buena parte de la población española pendiente de la única ocasión en que puede expresar su patriotismo sin tapujos. Sabido es que también ha aprovechado Zapatero el mundial de fútbol para emprender la reforma laboral.
Se ha acusado al Tribunal de estar politizado. Acusación ésta superflua si se comprende que el Tribunal Constitucional no es propiamente un tribunal de justicia, pese a la denominación de tal (de la que se abusa en España), sino un órgano más del Estado de tanta relevancia como las cámaras de representantes. No podríamos esperar, por tanto, que ante una decisión tan grave actuara como una congregación de sabios hermeneutas, aplicados al deber de interpretar verídica y probamente un texto coherente. Porque el texto de la Constitución ya contiene contradicciones y trampas susceptibles de interpretaciones torticeras por ser él
mismo el resultado determinista de las fuerzas políticas actuantes en su día.
Todo esto no puede hacernos olvidar sin embargo que el proceso de fragmentación de España no ocurre solamente mediante estos jalones institucionales sino que su mayor potencia reside en que sucede a un ritmo lento, en todos los ámbitos de la sociedad, socavando desde las institucioness dominadas por el secesionismo los cimientos no sólo de la unidad política de España sino también de su unidad cultural y lingüística mediante una propaganda tan corrosiva como tenaz.
Las quejas y maldiciones, la justa indignación, no sirven de nada si no se canalizan apropiadamente, organizándose y actuando para enfrentarse al ataque a su misma escala. Ahí estará Izquierda Hispánica, sin ambigüedades, sin concesiones inútiles, en primera línea. Es nuestro deber.