Boliviamar
El presidente del Perú, Alán García, ha tenido el gesto de acordar con el de Bolivia, Evo Morales, el relanzamiento del convenio Boliviamar de 1992 por el que se facilitará una salida de Bolivia al océano Pacífico por el puerto de Ilo, en el departamento de Moquegua.
Tras la caída del imperio español y la fundación de Bolivia en 1825 Bolívar la dotó de una salida al mar por la región de Antofagasta, fundando en la ciudad costera de Cobija (hoy abandonada) el puerto de La Mar.
Sin embargo, desde los orígenes de las repúblicas americanas, Chile y Bolivia se han disputado aquellos territorios apelando, tanto en un caso como en otro, a documentos de la legislación española como las Leyes de Indias, que en el título XV, Libro II, delimitan las fronteras de la Audiencia de Charcas (Audiencia y Real Cancillería de La Plata de los Charcas), división administrativa sobre la que se funda la república independiente de Bolivia. No hay que omitir el hecho de que las fronteras de las repúblicas americanas se ajustan bastante fielmente a la división administrativa de la Monarquía Hispánica, esto es, a los virreinatos, capitanías generales, provincias o audiencias. Este hecho es de vital importancia por cuanto el criterio para dirimir las diferencias entre naciones sobre la fijación de sus fronteras al que los tribunales y árbitros internacionales recurren no es sino el del uti possedetis iuris, que procede de la expresión latina «uti possidetis, ita possideatis», es decir, «como tú poseías, continuarás poseyendo».
Y este hecho presupone que no se trata de naciones preexistentes invadidas por un agente externo opresor que permaneciera ajeno, siendo liberadas finalmente por héroes autóctonos que restituyeran su independencia y su libertad perdida, porque promotoras de las independencias fueron precisamente las oligarquías criollas a las que pertenecían próceres como Simón Bolívar, Sucre, San Martín u O\'Higgins. Las sociedades políticas precolombinas, en su mayor parte preestatales, fueron integradas en muchos casos en la Monarquía Hispánica, mientras que las sociedades ya estatales como las de los Incas o Aztecas fueron desarticuladas, sin perjuicio de que sus partes materiales y muchas de sus instituciones se conservaran, aunque transformadas y adaptadas a las nuevas instituciones hispánicas, en vigor durante trescientos años.
El asunto, sin embargo, suscita muchas interpretaciones y contradicciones de gran interés que se pueden clasificar en tres vertientes:
1) Los partidarios del movimiento bolivariano, vigente en Venezuela o Bolivia entre otros países, que ven la conquista española como un acto de invasión, usurpación y, hasta llegan a osar decir, genocidio del que Bolívar como principal protagonista -entre otros próceres- habría liberado al continente, restituyendo la dignidad política de los antiguos Incas. Como reconocimiento al núcleo inca, el Alto Perú, habría fundado en él la nueva república, llamada Bolivia en honor al propio Bolívar y cuya capital, Sucre, la antigua Chuquisaca, honra el nombre de su lugarteniente, el héroe de Ayacucho, Antonio José de Sucre. Según esta versión, quedaría deslegitimada cualquier apelación a la administración hispánica y, en su lugar, o bien habría que remontarse a los asentamientos incas, o bien atenerse a los decretos de Bolívar para dirimir el contencioso.
2) La otra interpretación sería la de aquellos que, apelando a la legislación española, pudieran llegar a considerar que los mismos procesos de independencia la vulneraban, pues Simón Bolívar, Sucre, San Martín u O\'Higgins no serían libertadores, sino españoles (etic jurídicamente, aunque ellos emic renegasen de tal condición), españoles americanos o criollos, que cometieron un acto de deslealtad y de traición para con su propia sociedad política, la Monarquía Hispánica (de la que ostentaban cargos de gran rango en las milicias o la administración o de la que incluso habían solicitado títulos nobiliarios), sufragados por imperios extranjeros -básicamente, Inglaterra- que ambicionaban satisfacer sus intereses depredadores con la desintegración del imperio español. Interpretados así los hechos, lo que quedaría en cuestión no es tanto el medio de resolver el conflicto (las leyes españolas) como la soberanía y existencia de los mismos Estados litigantes (si se lleva el argumento lejos) y, por supuesto, quedarían vacíos de toda legitimidad los decretos de personajes como Bolívar que, si dejaron de ser sediciosos para convertirse en próceres y padres de la patria, fue por el éxito final de sus empresas traicioneras.
3) Otra interpretación más dialéctica (y que va en la línea del materialismo filosófico) es la que atribuye al imperio español un argumento imperial generador (generador de civilización y replicador de sí mismo), que se habría ido desplegando generación tras generación durante siglos, desde los orígenes mismos de España en la Reconquista peninsular contra el Islam hasta la conquista de América (al navegar hacia el poniente para envolver a los otomanos por la espalda) y la emancipación americana. Ese argumento histórico no habría tenido por qué cumplirse en todo lugar ni en todo momento; es más, pudo experimentar desviaciones notables pero, aun así, conserva la facultad de dar sentido al proceso histórico. Y no porque la historia haya sido dirigida por un demiurgo, un dios o por el destino, sino porque los hombres están determinados, para emprender sus proyectos de futuro, a escoger entre las pocas posibilidades dadas por el recuerdo y las consecuencias de las obras de las generaciones precedentes. Según esta interpretación histórica las alteraciones de esa línea argumental podrían ser integradas en ésta, como procesos que, aunque a pequeña escala parezcan contradecirla, a una escala mayor (la escala secular de las consecuencias que escapan a la voluntad de las obras de los hombres) son reinterpretables como acordes con ella. En este caso, la línea argumental histórica se basa en la norma imperial generadora hispánica de civilizar mediante la fundación de ciudades (con bibliotecas y universidades) y la evangelización católica a los pueblos de América (mestizos por mezcla con los españoles), no para mantenerlos sometidos, sino para permitirles emanciparse cuando la obra civilizatoria madurara, y esto aun en el caso de que la emancipación sucediera a través de la sedición y la intervención depredadora extranjera. Según esta interpretación, se resolverían las contradicciones antes citadas y sería legítimo a la vez tratar de las soberanías de las repúblicas, citar los decretos de Bolívar o examinar las disposiciones de las Leyes de Indias.
Durante el siglo XIX, consumadas ya las independencias, se descubre que la región de Antofagasta es rica en salitre, que en aquella época gozaba de una gran demanda mundial. El salitre era explotado por empresas con capital chileno y británico en territorio boliviano conforme al tratado entre Chile y Bolivia de 1866. Sin embargo, el intento de Bolivia de hacer efectivo el ejercicio de su soberanía en el territorio y sus recursos mediante el cobro de impuestos a la exportación del salitre condujo a un choque con los intereses de las salitreras y, finalmente, tras negociaciones y arbitrios baldíos, a la guerra con Chile. En la guerra también acabó viéndose involucrado el Perú, comprometido con Bolivia por un tratado secreto de defensa. Chile salió victoriosa de la guerra (llegó hasta Lima) y se adueñó de Antofagasta y de los territorios peruanos de Tarapacá, Arica y Tacna (los dos primeros los conserva en la actualidad). Durante las décadas siguientes, el salitre supuso para la economía nacional chilena más de un 70% de sus exportaciones, hasta los años veinte, cuando, inventado el salitre sintético, dejó de ser rentable. Bolivia quedó privada de una salida soberana al mar, salvo las cesiones de puntos de atraque y zonas francas que mediante tratados los países limítrofes (Perú, Argentina y la propia Chile) tuvieron a bien concederle.
Y aquí vemos diáfana una ilustración de la dialéctica típica entre Estados: la lucha por la apropiación de los medios de producción, el territorio y sus recursos, con exclusión de los extranjeros. Una apropiación que define a los miembros de un Estado como parte de una clase con una dialéctica de la misma naturaleza que la de las clases sociales internas definidas por el marxismo. Una lucha en la que participan no solamente los países vecinos, pues hay indicios de que el imperio británico pudo haber instigado el desencadenamiento de la guerra dadas sus inversiones en la explotación del salitre, punto que, sin embargo, la historiografía no ha podido certificar. Pese a esta falta de certeza, no resultaría infundada la sospecha, puesto que en otras regiones del continente los imperios depredadores inglés y norteamericano intervinieron e instigaron para fomentar la división entre los vecinos, crear naciones-tapón y así obtener beneficios asegurando sus intereses en la zona, como en el caso de la independencia de Uruguay (entre dos grandes, territorialmente hablando, como Argentina o Brasil) y la enajenación de Panamá respecto de la República de Colombia.
Destaca en este caso el hecho de que el conflicto haya ocurrido entre naciones que, repetida y oficialmente, se llaman hermanas. Hermanas, entendemos, no por su común base antropológica precolombina, puesto que el ser de la misma condición (de la misma clase lógica) no dota de una unidad que evite las peleas, sino por proceder de una misma unidad política, la Monarquía Hispánica, toda vez que, aunque dentro de su seno también hubiera tensiones regionales (como entre el puerto de Lima y el de Buenos Aires, o bien entre Guayaquil y el Callao), éstas, aun si llegaban a ser armadas (en la forma de rebeliones), no podían tener nunca que ver con la soberanía, porque ésta era única y común. He ahí el drama: que procediendo de una unidad soberana común, una vez emancipadas las repúblicas americanas, surgan rencillas y trifulcas por la soberanía.
A pesar de la grandeza del gesto peruano, es evidente que no deja de ser un parche a un problema más hondo. No entramos aquí en la cuestión de si se trata de una medida de presión para la posición chilena en el asunto, o de si hay implicados intereses de competencia comercial entre las regiones limítrofes chilena y peruana, Arica y Tacna; tampoco en el desacuerdo sobre la frontera marítima entre Chile y Perú, que afecta al asunto de la salida al mar de Bolivia por Arica, pues son asuntos menores y pasajeros frente al tema de trasfondo: la unidad iberoamericana, única verdadera solución al conflicto.
Cualquiera de las interpretaciones históricas citadas anteriormente contemplaría esa unidad como un desenlace muy deseable. Concluyo sin embargo destacando que, de ellas tres, la primera es la única que en el presente goza de mayor potencialidad por ser defendida por los Estados bolivarianos y su área de influencia. Sin embargo, pese a ser la más efectiva para lograr la unidad del continente, es también la más inconsecuente y, en consecuencia, la más endeble porque, o bien reniega de los materiales institucionales con los que necesariamente tendrá que edificar su proyecto, o bien trata de diluirlos y aniquilarlos amenazando su misma realización y hasta su posibilidad misma.
Salud, Revolución, Hispanidad y Socialismo