Hacia la séptima generación de izquierda

Acerca del rol de los intelectuales en las democracias homologadas (parte I)

Suele citarse, es verdad que cada vez con menos frecuencia, el caso Dreyfus como trascendental en la historia del llamado “intelectual comprometido”. Como se sabe, el francés Alfred Dreyfus fue un militar acusado injustamente de espionaje, por lo que tuvo que pasar varios años prisionero en condiciones miserables. Un grupo de escritores de la época, entre quienes estaban Émile Zola y Marcel Proust, intercedió por él públicamente. Después de mil penurias, Dreyfus fue liberado y le fue devuelto su cargo en el ejército, donde se le había degradado; al final, fue ascendido.
 
Así estaban las cosas en el siglo XIX francés, aunque en el futuro los llamados intelectuales (que para nada son una clase homogénea, sino que con frecuencia se enfrentan para defender intereses opuestos), tendrán oportunidades de sobra para demostrar su adhesión a las causas más variopintas. Ahí está el manifiesto contra Fidel Castro firmado por una plétora de escritores a finales de los ochentas. O Peter Handke en el funeral de Milošević. Por lo tanto, se impone reflexionar cuál es el papel de los intelectuales en las democracias homologadas del presente, sobre todo si se piensa que en la actualidad casi cualquiera tiene derecho a dar su opinión, lo cual nos ha condenado a convivir con la tontería. Nunca como ahora había sido posible escuchar a tantas personas hablar de teología aunque no sean teólogos.
 
            Porque en muchas ocasiones el intelectual suele estar al servicio de una causa que no es precisamente noble. O bien, el intelectual defiende una causa impopular o políticamente incorrecta, pero que es muy necesaria. El problema aquí es que se vuelve imperioso distinguir con claridad, criticar (en el sentido de clasificar) las ideas de los intelectuales, porque lo que se hace actualmente es apoyar sin reservas al intelectual de preferencia, desde que se confía en él y se le respalda ciegamente, en tanto que es un “líder de opinión”.
 
            El intelectual es con frecuencia una firma recurrente en periódicos y revistas que se ha ganado ese sitio gracias a su popularidad como novelista, como es el caso de dos de los ejemplos de intelectuales que daremos en este artículo.
 
            Piénsese por ejemplo en la escritora española Rosa Montero y su reacción ante el controversial Proyecto Gran Simio, liderado por el ideólogo australiano Peter Singer que, como se sabe, es una iniciativa para reconocer los derechos humanos de los chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes. Lo siguiente es un extracto del artículo que Montero publicó en 2005 en El País:  
 
“Muchos científicos consideran que los grandes simios tienen una mente semejante a la de un niño de cinco años. Y a estos individuos, en fin, les enjaulamos, humillamos, torturamos, exterminamos. Les hemos utilizado durante siglos para hacer espantosas vivisecciones supuestamente científicas y aún ahora seguimos experimentando con ellos. Por no hablar de la explotación comercial a la que se les somete: los tailandeses por ejemplo, se niegan a devolver un centenar de orangutanes que capturaron (o más bien secuestraron) de las selvas de Borneo y a los que utilizan en combates de Boxeo para entretener a los turistas.
 
“No tenemos disculpa porque ahora ya sabemos lo que sabemos: que esas criaturas son como nosotros. Pero la inmensa mayoría de los humanos sigue cerrando los ojos y aturdiendo su conciencia ante toda esta atrocidad”.
 
            El “llamado a la reflexión” de Montero, que regaña a las personas humanas por no considerar a los grandes simios como sus iguales, es un puro delirio, pero que tal vez no sea visto así por sus numerosos lectores, desde el momento en que se apoya en una condena al maltrato animal.
 
            Hace poco, Montero volvió a darnos una oportunidad de conocer su talante como intelectual cuando publicó en mayo su artículo “Las páginas tediosas de ‘La montaña mágica’”. Como el título lo indica, en el texto la escritora explica que en ocasiones los clásicos de la literatura tienen páginas muy aburridas, frente a las cuales propone un curioso método de lectura.
 
El entusiasmo de Montero a propósito del libro de Thomas Mann es, si nos atenemos a su juico, notable; no duda en llamarlo un autor “enorme”. La montaña mágica “es un texto moderno, sumamente legible, hipnotizante”, “una novela amenísima”, dice. Pero hay ciertos fragmentos del libro que no gozan de la aprobación de Montero:
 
“La longitud de ese universo-talismán que es La montaña mágica depende de las ediciones, pero viene a ser de unas mil páginas. Y resulta que, desde mi punto de vista, le sobran varias decenas. Dentro del libro hay una parte que podríamos calificar de novela de ideas y que consiste en las discusiones filosófico-políticas de dos mentores antitéticos, Settembrini y Naphta. Intuyo que debía de ser lo que más le gustaba a Mann en su momento, pero yo hoy encuentro esas peroratas definitivamente roñosas y oxidadas, ilegibles, pedantes y pelmazas. Suele suceder con los grandes discursos que los autores meten de contrabando en sus novelas, creyendo que ahí están dando las claves del mundo: por ejemplo, le pasa al gran Tolstói en Anna Karenina, cuando Lyovin, álter ego del escritor, se pone a soltar doctrina”.
 
            Las digresiones, que Mann en su equivocado juicio (como ahora, gracias a Montero, venimos a entenderlo), decidió incluir en su novela, le desagradan sobremanera a la autora. Así que ello la lleva a darnos el siguiente consejo:
 
“Por eso creo que hay que leer La montaña mágica y saltarse sin complejo de culpa todas las páginas que te parezcan muertas. O ignorar las tediosas novelitas pastoriles de la primera parte del Quijote. O pasar a toda prisa las aburridas y meticulosas descripciones de ballenas que incluye Moby Dick. Todos estos libros son maravillosos porque crecen y cambian y están vivos: uno no puede acercarse a ellos como si fueran textos sagrados esculpidos en piedra, dogmas temibles e intocables. Sáltate páginas, en fin, sumérgete y disfruta”.
 
La mutilación al parecer es un derecho supremo de los lectores. No vamos a discutir aquí el privilegio que los lectores tienen de hacer con su tiempo libre lo que puedan, desde luego que no. Pero lo que es lamentable es que Montero quiera dar una lectura mutilada por buena. Es decir, ¿qué valor puede tener la opinión de una persona acerca de un libro, cuando no lo ha leído en su totalidad? Cuando no se tiene la disciplina o el rigor para terminar una lectura, la mutilación no es una salida. “Sáltate páginas, en fin, sumérgete y disfruta”, pasa a formar parte de una clase indocta.
 
            El intelectual es ahora un crítico brutal que no lleva a cabo una interpretación literaria, como debiera, sino que “edita” las novelas del canon de acuerdo con las reglas de la industria del entretenimiento. Lo que aburre hay que eliminarlo, no importa la función que ocupe un fragmento ensayístico en la estructura de una novela: si aburre, hay que ignorarlo. Semejantes juicios son comunes cuando el lector contemporáneo, ávido de diversión, de pasar un rato agradable, juzga con dureza libros como el Ulises, de Joyce, porque le parece aburrido.
 
            A este respecto, una cita de Marx: “Spinoza nos dice que la ignorancia no es argumento. Si cada uno quisiese eliminar en los antiguos los pasajes que no comprende ¡Qué pronto se llegaría a la tabula rasa!”. 

Salud, Revolución, Hispanidad y Socialismo.